En algunas leyendas, el autor, bien porque quiera enviar algún mensaje de censura a los poderosos, bien porque quiera educar a sus oyentes, coloca al final de su relato una moraleja. Con este recurso, el contador de leyendas hace de la denuncia parte del texto y, de esta forma, salva su responsabilidad. Si alguien le llamaba la atención o quería castigarlo, el narrador decía: “Yo la cuento como me la contaron”. Así, estas leyendas saltaban todos los controles impuestos por el poder: al ser huérfanas de autor, podían ser hijas adoptivas de todo el mundo.
En el año 1266 se concedió a la ciudad de Cuenca el privilegio de hacer mercado el día jueves.
Desde la concesión de este privilegio, todos los jueves, muy temprano, los caminos y las sendas, que venían de la huerta y del campo se atestaban de gente que, con mulas, con carros o cargadas a sus espaldas, acarreaban sus diferentes mercancías.
Como el mercado era franco, o sea, libre y sin impedimento alguno para que cualquier persona pudiera vender o cambiar, el recinto de la lonja se llenaba de colorido y de gente pintoresca. Hortalizas, frutas, centeno, avena, cebada, gallinas, conejos y patos, amén de otros muchos productos, se vendían, se compraban o se cambiaban por otras mercaderías.
Fórmulas mágicas se anunciaban a voz en grito como excelentes medicinas que sanaban escrófulas, herpes, varices ulceradas, gota, sarna, acedías, aftas, alopecias, catarros, callos, estreñimiento, forúnculos, jaqueca y raquitismo. Mientras, bufones, comediantes y repentistas (Persona que improvisa un discurso, una poesía, etc.) se ocupaban de ofrecer sus variados entretenimientos favorecidos por la caridad pública.
A través del tiempo, y como suele suceder en todos estos acaecimientos históricos, se fueron cimentando en torno al mercado del jueves muchas anécdotas, bastantes leyendas y algunas coplillas. Una de aquellas historias narra un suceso ocurrido muchos años después de haber sido concedido el privilegio del mercado. Se dice que durante una comida que ofreció el adelantado del Reino a los observadores, vigilantes y recaudadores responsables de la buena marcha del mercado, el adelantado les hizo la siguiente pregunta: “Señores, pese a que exigimos nuevos impuestos, nuestras rentas no hacen más que disminuir. ¿Podéis explicarme este contrasentido?”.
Los comensales expusieron varias opiniones y teorías económicas, pero, a pesar de que algunos de ellos eran eruditos en la materia, ninguna resultó satisfactoria.
De pronto, un viejo vendedor de verduras que había sido invitado como delegado y representante de los mercaderes se puso en pie y pidió la palabra. Luego, tomó de un saco un puñado grande de harina, y levantándolo en alto para que todos los comensales lo vieran, lo entregó después a su vecino de mesa y pidió que los invitados lo fueran pasando de mano en mano hasta que el puñado de harina llegara hasta el adelantado del rey, que se hallaba sentado en el extremo opuesto de la larga mesa. Cuando el puñado de harina, ya bastante reducido, llegó a su destino, todos los convidados tenían las manos y algunas partes de sus ropas manchadas de harina. Dijo entonces el vendedor de verduras: “¿Comprende ahora vuestra merced por qué el dinero se ha reducido tanto cuando llega a vuestras manos?”.
Y en el pesado silencio que se produjo, el adelantado del rey hizo con la cabeza un gesto de asentimiento.
Hispania Incógnita, Fernando Arroyo (coord.) – págs. 283 a 285
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