Para este mortal no valían razones ni autoridades. Su antojo era la única ley. Encerraba en su ser todas cuantas maldades pudieran imaginarse en el mundo.
Don Juan de Mesa (al que no debe confundirse con el personaje histórico homónimo, el enigmático escultor e imaginero cordobés del siglo XVII Juan de Mesa y Velasco) traía todas las cosas a contrapelo y violentadas. Tiraba a daño y no a provecho. “¿Cuándo dejará don Juan de Mesa de hacer tamañas locuras y de caer continuadamente en el pecado?”, se preguntaba la gente. Pero sus maldades parecían no tener fin. Tenía una inicua facilidad para encadenar los daños, siempre apartándose del bien. Su alma era un lóbrego secarral, batido por las constantes inclemencias de un viento de pasión; no cabía en él ni la leve alegría de una sonrisa; todo eran matas de cardos punzantes, malas hierbas espinosas que servían para adorar al demonio. No había música de agua en su alma; un alma sin vigor ni lozanía, erizada sólo de pinchos agresivos, de yermos eriales. Sus palabras eran crueles, ásperas, maldiciones furibundas… Sólo eso era lo que arrastraba por el aire su reseca soledad, aridez pedregosa, sin agua, sin flores, sin pájaros.
Hombre malo y bárbaro era, pues, este don Juan. Ignoraba qué fuera justicia, qué fuera perdón, qué fuera misericordia y ternura. Entre los brazos de los siete vicios capitales se reclinaba satisfecho, sin atajarse los regalos y gustos. Siempre estaba vertiendo ponzoña por la boca. No había basilisco que se le pareciera. Tanta era la ferocidad que mostraba en los ojos que andaba como revestido del demonio. Pasaba muy a menudo los límites del furor y llegaba a los de la locura. Con sus desvergüenzas traía en gran alteración la ciudad. Sus amigos, sus groseros amigachos, no podían sino ser gente de la peor calaña, cenagal pestilente de maldades y putrefacción, rufianes de toda laya y toda broza. Con ellos andaba constantemente en sus malhadados festines. Muy a menudo se hallaba toda esta ralea traspasada por la lujuria del vino. Cuando se emborrachaban, don Juan y los pelafustanes, sus constantes seguidores, eran como un volcán en erupción. La barrera de ningún respeto los contenía. Tenían ciego el entendimiento y saltaban sobre cualquier cosa respetable y santa para desbordarse impetuosamente en sus perversidades, con las que; a menudo, llegaban hasta el sacrilegio.
Las personas de vivir apacible, que tenían un concepto sereno de la existencia, encendían cirios a los santos para que les preservaran de ellos, rociaban con agua bendita los zaguanes de sus casas y enredaban rosarios y escapularios en las fallebas de las ventanas y en los cerrojos de las puertas.
En el silencio de las calles dormidas se oía noche tras noche ruidos de espadas en contienda; bruscos estampidos de caballos que salían al galope; largos gritos anhelantes de doncellas raptadas; carreras veloces de corchetes y belleguines; voces pidiendo socorro y favor a la justicia.
La gente vivía en una constante alarma. Esos hombres, de los que era cabeza el calvatrueno don Juan, andaban por Albacete con desenfrenada insolencia; no dejaban sosegar de día ni respirar de noche a las buenas gentes de la ciudad. A la cola de los perros grandes les gustaba atar hachones embreados que encendían, y luego echar a esos animales empavorecidos a través de los trigos maduros con el fruto ya logrado, y así iban produciendo incendios, y con ellos, causando miserias. Y a don Juan y a su perversa carpanta de bribones ese fuego que arruinaba a muchos seres humildes les producía grandísimo regocijo.
A la luz vaga del atardecer encontraron en una ocasión a un viejecillo sentado a la orilla del río Júcar,que en sosegada calma veía correr el agua. Le hablaron con soez grosería, y él les dio las buenas tardes con voz lenta y serena, y les miró con una bondad que encadenó a una amable sonrisa que descubría la paz de su alma de aldeano y, después, tornó a posar su vista en la corriente. Don Juan le tiró un lazo, luciendo su destreza de lazador, y apretando el nudo corredizo, echó la otra punta sobre el brazo de un árbol y, entre risotadas festivas, subía y bajaba al desventurado viejo para que entrase y saliese del agua. Por fin, soltó la cuerda que se deslizó rápida por la rama, y la corriente se llevó al viejo, dándole vueltas entre su ímpetu espumoso, sin que se pudiese valer de los brazos que estaban inmovilizados por un fuerte nudo. Y así llegó el infeliz hasta la muerte.
Una mañana iban de comilona esos terribles hombres a un célebre mesón de Chinchilla de Monte Aragón, que está a unas pocas leguas de Albacete; llevaban ya dentro de la barriga el alma de muchas botellas. Cantaban a coro un loco romance, en cuyos versos bárbaros se hacía burla de cosas sagradas y santas.
El limpio azul de la mañana comenzó a enturbiarse con nubes que presagiaban lluvia. La pelafustanería de don Juan entró con él en una ermita muy famosa que hay a las puertas de Chinchilla para librarse del aguacero. La capillita, blanca y pobre, tenía en su altar la figura de Santa María del Salvador y, junto a ella, un crucifijo con la imagen de su Hijo en el suplicio. La cruz, negra, robusta, sostenía con grandes clavos al Salvador, con luengas barbas y muchas heridas que ofrecían el tremendo espectáculo del martirio. En las piernas y en los brazos se abrían lívidas llagas y corrían mil hilos de sangre que iban a enrojecer las manos enclavijadas y los pies, también contraídos de dolor en el postrer sacudimiento de la agonía.
Don Juan comenzó a alabar, por mofa y risa, la imagen de Santa María del Salvador y, luego, todos tomaron el crucifijo como entretenimiento. Uno de ellos, para aumentar la sangre, tomó unas flores de pétalos colorados, y después de dejarlas en un charco, le dio unas groseras chafarrinadas a la sana imagen; otro le echó lodo para que pareciese –según dijo- que acababa de llegar de un camino largo; otro le colocó unos ridículos lazos verdes en las barbas y entre los pelos, y así, los más, fueron poniendo sus manos crueles en la dolorosa imagen del Señor.
Don Juan de Mesa tomó la ballesta que uno de sus amigos llevaba para cazar palomas y, plantándose muy abierto de piernas ante el altar, tomó bien la puntería y atirantando la cuerda del arco lo más que dio de sí, soltó la flecha hacia la encendida llaga del costado, pero en el acto don Juan dio un grito de angustia y de dolor que fue súbitamente ahogado por el eco de la ermita. De pronto, se desplomó de espaldas, muy ruidosamente. En su pecho estaba vibrando la saeta, bien clavada en su corazón.
Todos aquellos rufianes mostraban en sus rostros palidez y turbación de ánimo; sus ojos, que estaban agrandados por el miedo, iban de la imagen de Santa María del Salvador a la de Cristo crucificado, y de la de Cristo crucificado al cadáver de don Juan de Mesa, que sangraba abundantemente. Las carnes de todos ellos temblaban de espanto.
Mientras tanto, afuera, el aguacero era grande, llovía con fuerza. Parecía que Dios descargaba todas sus lágrimas sobre la tierra
Hispania Incógnita, 285 a 288, Fernando Arroyo (coord.)
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