Una ondina llamada Prathé se enamoró de un príncipe, con el que se desposó, abandonando su morada del lago.
Al casarse con su enamorado, la ondina adquirió un alma humana perfecta.
Sin embargo, cuando la Reina del lago dio su consentimiento para la boda, le impuso una única condición: su matrimonio sería dichoso mientras su marido le fuese fiel.
Naturalmente, la reina del lago conocía la debilidad que los hombres sienten hacia el sexo contrario de su misma raza, y confiaba en esa debilidad para volver a tener a la ondina en el lago.
Efectivamente, el príncipe, hombre galanteador y casquivano, no tardó en encapricharse de una dama de su corte y la pobre ondina, deshecha en su llanto, no tuvo más remedio que regresar al lago.
Pero el príncipe, que en el fondo amaba a su mujer, se arrepintió de su desliz, y llamó desesperadamente a la ondina desde la orilla del lago.
Al oír aquellas ardientes súplicas, la ondina, siempre con el permiso de la reina, surgió de entre las apacibles aguas del lago y le advirtió al príncipe que a partir de aquel instante ella iba a representar un riesgo mortal para él.
El príncipe enamorado como nunca de ella, puesto que el roce del agua embellecía aún más a la ondina, juró que no quería separarse de ella. Esta lo atrajo, pues, hacia sí, y el príncipe al penetrar en las profundas aguas del lago, se ahogó en ellas, desapareciendo con la ondina Prathé bajo un feroz remolino.
Una hermosa ondina habitaba en el lago de la mayor de las islas, Glénan, y tenía la reputación de ser extremadamente rica; por eso numerosos mortales habían ya intentado apoderarse de sus tesoros, pero ninguno lo había conseguido.
Un día, un joven abordó la isla y, llegando ante el lago, subió en un bote con forma de cisne.
Inmediatamente la embarcación se puso en marcha, movida por una fuerza invisible, y luego se sumergió en medio del lago, antes de depositar al joven en el umbral de un palacio.
La ondina acudió a recibirle y le mostró sus inmensos tesoros, fruto de los numerosos naufragios que tenían lugar alrededor de la isla. Después le propuso casarse con ella, y el muchacho aceptó sin vacilar. Ella le sirvió entonces unos pescados para comer y, en cuanto se ausentó, el joven sacó su cuchillo de san Corentin, que tenía la facultad de romper los encantamientos, y empezó a cortar los peces en pedazos.
Estos se transformaron al instante en unos hombrecillos, que le dijeron que habían sido metamorfoseados en peces al día siguiente mismo de su boda con la ondina.
Enloquecido, el joven quiso escapar, pero la ondina arrojó sobre él una red de acero y lo transformó en rana.
En un lejano reino, una bella princesa, propietaria de un pequeño lago, fue pedida en matrimonio por todos los grandes señores del país; uno de éstos la fatigaba con su inoportuna insistencia.
No sabiendo como librarse de él, un día le dijo que lo tomaría por esposo el día que la laguna de Plaisance fluyera en la del Duque.
El enamorado no dijo nada; pero, tras haber hecho construir un canal para reunir las dos masas de agua, invitó a la dama a una fiesta y la acompañó a su casa en barco, de Plaisance a la laguna del Duque; esto desesperó tanto a la pobre princesa que, requerida a cumplir su promesa, se precipitó de cabeza al fondo del agua.
A partir de aquel día, durante las bellas noches de vera no, se ve de vez en cuando, a una mujer de belleza incomparable que tiene en la mano el peine de oro de las sirenas y que siempre está ocupada desenredando su hermosa cabellera.
Un día sorprendida por un transeúnte, huyó con tanta precipitación que olvidó su peine, del que aquél se apoderó; pero ella se vengó arrastrándolo bajo las aguas.
También atrajo a su palacio de cristal a un capuchino al que había enamorado, y a un soldado que, seducido por su belleza, se le había acercado.
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