Las ondinas que viven en los lagos de Escocia son conocidas por el nombre de Kelpies.
Uno de estos extraños seres se encaprichó de un monje al que intentaba seducir de todas las maneras posibles.
El santo varón, sin embargo, consiguió resistir sus propósitos arguyendo que primero tenía que aprender a vivir bajo el agua.
Como esto era imposible, la kelpie acabó por despedirse de este proyecto amoroso, no sin antes haber derramado abundantes lágrimas, que se transformaron en guijarros de color verde gris, a los que los escoceses dan el nombre de "lágrimas de sirenas".
En una ocasión, en Escocia, una de estas criaturas frecuentaba un tranquilo estanque, a veces con forma de un precioso pez, otras en la de una doncella tan grácil como los abedules que se contoneaban junto al agua.
Aunque nadie pudo decir cómo sucedió, sedujo a un joven llamado Colvill, que acabó abandonando a los suyos para estar con ella en la laguna.
Durante todo un verano gozó de un placer infinito en los brazos de la ninfa, yaciendo entre los árboles.
Y de no haber sido por su familia, que concertó su matrimonio con una mujer mortal tan risueña y alegre como el mismísimo verano, hubiese desperdiciado su vida de esta manera.
Después de la boda, Covill permaneció a su lado durante algunos días, aparentemente ajeno a los hechizantes peligros del otro mundo.
Pero, sin saberlo, su esposa le hizo caer de nuevo en las redes de la doncella de las aguas.
Había oído hablar de sus citas.
Una tarde, en el jardín de la casa de sus padres, le pidió que no volviera al estanque.
Covill miró fijamente a su dama y en medio de ese decorado, acudió a su mente la imagen del estanque de la montaña, con sus delicados abedules, y la del pelo suelto y los ojos marrones y sonrientes de la ninfa.
Covill abandonó a su mujer y regresó al estanque.
En su hogar de las tierras altas, la ninfa de las aguas le estaba esperando, casi invisible entre los nenúfares.
Atusándose el pelo, le preguntó:
-¿Te gusta mucho tu nueva dama, joven Covill?- dijo con suavidad.
El respondió que no y la abrazó, pero la ninfa sólo le sonreía: una sonrisa tan fría como el agua que vigilaba.
-¿No te duele la cabeza, joven Covill?
De repente notó un dolor tan intenso en sus sienes que le saltaron las lágrimas de los ojos.
-Corta un pedazo de mi vestido y envuélvete la cabeza, su magia te aliviará el sufrimiento.
Así lo hizo. Con su cuchillo cortó una tira del blusón que llevaba puesto la ninfa, mientras ella le observaba con ojos inexpresivos.
Como si fuese una cuerda de hierro, la seda se hincó en su cráneo, cada vez con más fuerza, hasta que el hueso se quebró y brotó sangre de sus oídos.
Sus pies vacilaron mientras clavaba los dedos en la venda de la ninfa, intentando quitársela, pero sólo consiguió que se apretara más.
Se volvió hacia ella cuchillo en ristre, pero la ninfa se alejó rápidamente, ligera como las gotas de agua.
Se detuvo un instante al borde del estanque y dijo:
-Está muy mal joven Covill, abandonarme por una doncella mortal.
El muchacho cayó al suelo enloquecido de dolor y la ninfa se sumergió en la laguna.
Cuando por fin los amigos de Covill salieron a buscarle, le encontraron ahogado.
Nada pudieron ver en el estanque, exceptuando el airoso coleteo de un hermoso pez.
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