Alba raramente veía el Sol. Se encontraba en una isla, era verano, hacía calor, pero su cuerpo seguía pálido, sin luz. Las largas piernas de Alba iluminaban a ritmo sincopado la mayor discoteca del mundo. Noche tras noche.
Su universo estaba constituido por la plataforma metálica en la que se movía por encargo, como una fiera en una jaula fluorescente, creando un reflejo de luz y sombra artificial hendido por el compás de sus muslos bellísimos. Alejada de todo y de todos, incluida ella misma. Alba se entregaba a la noche de su juventud. Día tras día. Maquillaje, minifalda, miradas ajenas sobre su cuerpo eternamente en muestra. Esta era su rutina de chica gogo desde la ruptura con su primer novio, el chico con el que pensaba compartir el resto de su vida, su príncipe. Trabajar de noche y dormir de día le pareció de pronto la forma más rápida y eficaz para olvidar su corazón roto y dejar de lado una vez por todas los cuentos de hadas, un narcótico poderoso para la romántica mente femenina capaz de convertir en príncipe al más feo de los sapos. Aunque en el rincón más escondido de su alma seguían alimentándose las ilusiones más tenaces (en el corazón de toda mujer, gran fábrica de sueños y esperanzas, siempre sobrevive alguna ilusión, no obstante el encanto se rompe una y otra vez y la realidad aplasta).
Una madrugada, al bajar de su flamante pedestal, despidiéndose deprisa de los compañeros noctámbulos, su mirada se cruzó con la de un joven guapísimo, seguramente un forastero.
En un segundo se decidió el destino de Alba, una carrera enloquecida en moto hacia la playa, su pelo rebelde jugando con el viento cálido de agosto.
"Otra noche de aventura y pasión", pensaba la joven arrimando su cuerpo al del hermoso motociclista, ignorando que el caprichoso azar tenía otros planes para ella.
Una mancha de aceite en la carretera provocó la pérdida de control del vehículo que resbaló y rebelándose a su dueño volteó sobre sí mismo hasta estrellarse con un ruido sordo contra una palmera.
Luego la nada. Otros segundos interminables y determinantes. El joven pronto volvió en sí, tomó a Alba entre sus brazos y la acercó a la orilla del mar. Le quitó solícito los zapatos de tacón para que las olas alcanzaran rápidas sus pies y la joven se despertara de este sueño violento e injusto. Poco a poco la velocidad de la vida de ambos se aplacó mientras el ritmo de sus corazones se acoplaba al ir y venir del agua. Alba gradualmente se animó, sus ojos perezosos y asustados volvieron a cruzarse con la mirada del desconocido que aún la sujetaba y observaba con emoción y preocupación. Acto seguido volvió a entregarse al sueño, plácida, serena, segura. Y mientras el joven intentaba descifrar el secreto de su angelical sonrisa, el lecho de arena se amoldó a sus miembros, la brisa se posó sobre sus labios y las estrellas se turnaron para velar su reposo.
Alba, sin saberlo, sonreía al Paraíso. El alboroto del accidente, el cansancio de la noche y la nostalgia del amor perdido se apoderaron de ella..., que por primera vez no opuso resistencia alguna y se entregó a todas sus emociones, un cóctel prodigioso de sensaciones terapéuticas. En la arena cálida, en el silencio pausado del mar, Alba soltó la rienda, dejó de querer ser fuerte, se deshizo de su armadura oxidada -como el famoso caballero del cuento-, y se concedió un momento eterno de vulnerabilidad, entregándose ligera al sueño más profundo de su vida. Una vez entrada sin reservas en este estado onírico, se abrió ante ella la visión de un nuevo mundo, un oasis de paz para su corazón pesaroso, un reino de lujuriante vegetación armonizado con música suave y poblado por seres dulces y alegres: las hadas, las ninfas gentiles de los cuentos fantásticos.
¡Cómo le hubiese gustado ser una de ellas y volar serena por la vida! -pensó Alba entre sí. Nada más formular este pensamiento y sonreír alegre a su entorno, un hada se acercó volando a ella y le dijo dulcemente:
-¡Bienvenida al Paraíso de las hadas, Alba! Hace tiempo que esperábamos tu visita y nos extrañaba tu retraso, pero por fin has llegado y nos alegramos enormemente.
-¿Me estabais esperando?
-¡Claro que sí!
-¿Y por qué?
-¡Pronto lo descubrirás! Un poco de paciencia...
-¿Cómo?
-Pues... ¡Sígueme!
El hada acompañó a Alba hasta la torre más alta del castillo del Paraíso de las hadas en una sala circular cuyas paredes estaban cubiertas por lienzos de seda turquesa. Con un gesto rápido y seguro, la anfitriona hizo caer los lienzos al suelo y dejó a su huésped sola en el centro de la torre contemplando su imagen repetida en unos enormes espejos. Alba quedó deslumbrada por su belleza. Se reconocía en las figuras recreadas por los espejos, pero al mismo tiempo se veía mucho más hermosa de lo habitual. Sus ojos habían recuperado el brillo de la inocencia perdida, su indomable pelo caía sobre sus hombros con extraordinaria suavidad mientras algunos mechones más claros acariciaban su rostro (unos auténticos tirabaci, buscanovios como los llamaba su abuela italiana), y su corazón (¡lo podía ver con claridad!) ardía en un poderoso fuego rojo.
Esta visión lo fue todo. Fue un encuentro, una reconciliación con la esencia más pura de su ser. Fue también un nuevo amanecer como hada, como diosa y sacerdotisa protectora de los misterios sagrados de la naturaleza, en armonía celestial con el universo entero.
Alba entonces abrió los ojos y encontró enseguida en la gran claridad del día los ojos del joven motociclista. Lo que vio no fue a un príncipe. Pero no le importó mínimamente porque aquel chico joven que no apartaba su mirada de ella y tenía la camiseta sucia y despedazada era real y estaba allí a su lado.
Estaba amaneciendo.
-¿Por qué idealizar el amor cuando el amor en sí ya goza de la perfección? -pensó Alba amaneciendo con el Sol- ¿Por qué cultivar ilusiones para decorar la realidad cuando es en la desnudez que se realiza el encuentro arriesgado con el otro?
¡Cuánta sabiduría en un instante de sueño!
Alba regaló al joven su mejor sonrisa y le acarició una mano con ternura para demostrarle su más sincera gratitud también por el accidente, por la carrera enloquecida, por el Paraíso de las hadas, por todo. Se levantó ágilmente y, como un gato que se estira perezoso, dio la bienvenida al nuevo día (¡realizando una especie de ritual mágico que significaba tanto para ella: saludar el nuevo día, la nueva vida sagrada de Alba!), sus pies ligeros se encaminaron hasta el agua donde empezó una danza en espiral acompañando las pausadas olas del mar hasta las orillas del mundo.
Alba sabía que no necesitaba El Gran Libro de los Sueños para alcanzar una mayor comprensión de lo que había vivido, el mensaje había sido muy claro para ella. Tampoco le servirían los mapas para intentar recuperar el lugar de su visión, para buscarlo y volver a refugiarse en él en los momentos más difíciles. El Paraíso de las hadas se había esfumado pero permanecía allí a su lado, latiendo en su corazón, alimentándose con cada respiro y fortaleciéndose en cada sonrisa. La vida misma le había mostrado su lado sagrado, un centelleo de gracia, una pizca de amor verdadero. No necesitaba nada más para ser feliz.
Giovanna Cuccia
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